Nuestro país cuenta con un territorio maravilloso. En total son 75,6 millones de hectáreas, de las cuales solo una pequeña parte -el 0,3%- es ocupado por ciudades. Así, la gran mayoría de nuestro territorio nacional alberga zonas rurales y silvestres en las que encontramos bosques, praderas, cuerpos de agua, frentes costeros, desiertos y zonas montañosas muy ricas en biodiversidad y belleza asociada al paisaje.
En este contexto tan privilegiado, no es de extrañar que cada día más personas quieran disfrutar de este territorio natural, ya sea en forma esporádica o más permanente.
Lamentablemente, nuestro marco regulatorio históricamente ha negado esta realidad, y a través del Decreto Ley N°3.516 de 1980 y el Artículo 55 de la Ley General de Urbanismo y Construcciones de 1975, estableció una regulación basada en normas de excepción. Es decir, se pretende que el desarrollo de las actividades se concentre en las ciudades, dejando el resto del territorio, denominado “rural”, reservado para usos agrícolas, forestales o ganaderos, más algunos otros usos excepcionales.
Esta manera de administrar nuestro territorio -que invisibiliza las verdaderas necesidades y anhelos de las personas- ha tenido resultados negativos. Nos llevó a ocupar el área rural con tipologías que degradan los lugares; como las tomas de terreno, las ventas ilegales de derechos de uso, u otras prácticas informales, y también con las tan cuestionadas parcelas de agrado de 5.000 m2, las que muchas veces no solo generan daños ambientales, sino que también sobrecargan los precarios servicios y equipamientos de estos lugares.
Si bien la pandemia exacerbó aún más este tipo de desarrollos, un estudio del Centro de Estudios Inmobiliarios del ESE Business School advierte que el fenómeno es de más larga data. En efecto, entre 2010 y 2022 el número de roles agrícolas en nuestro país aumentó en un 28%, pero en el rango de 0,4 a 0,6 hectáreas registrado en el estudio, este aumento es marcadamente mayor (de un 80%), lo que demuestra un gran dinamismo en los procesos de división de la tierra, en tamaños que eventualmente derivarán en desarrollos residenciales.
La complejidad de esta situación motivó el ingreso al Congreso de un Proyecto de Ley sobre la materia, junto con otros cambios a nivel reglamentario. Estas iniciativas están en pleno análisis y debate, por lo que resulta oportuno visualizar alternativas distintas a la clásica solución de “prohibir”, y más bien generar propuestas innovadoras para “permitir” un habitar sustentable del área rural, tal como lo hace la Guía del Habitar Sostenible para parcelaciones rurales, recientemente lanzada por la Red de Organizaciones Lacustres Nor Patagónicas.
Algunas ideas que se han ido levantando desde diversas instancias y que debieran ser incluidas en la discusión parlamentaria son las de (i) generar planes reguladores comunales ágiles, con plazos acotados de elaboración y aprobación, para que puedan administrar el crecimiento en sus áreas periféricas con una normativa eficiente; (ii) fortalecer los Planes Regionales de Ordenamiento Territorial (PROT) para que a través de ellos se puedan definir “zonas de desarrollo rural condicionado” para diversos usos (habitacional, turismo, conservación, equipamientos, etc.), asociados al cumplimiento de ciertos objetivos ambientales y de conservación de ecosistemas; (iii) crear nuevos instrumentos de planificación ágiles que permitan la generación de villorrios rurales con su propia lógica “no urbana”; (iv) generar una ley de copropiedad o de comunidades rurales que permita que los proyectos puedan contemplar bienes comunes para un habitar sustentable y (v) habilitar el uso de incentivos normativos para mejorar las parcelaciones ya existentes, haciéndolas más sustentables.
En definitiva, resolver el cómo habitamos la ruralidad es una tarea compleja y que requerirá de una combinación de diversas herramientas. Lo importante es no perder el objetivo central de promover una mayor conexión de las personas con la naturaleza, en tanto esta interacción sea positiva para los territorios en el sentido de favorecer la conservación de los ecosistemas, potenciar a las comunidades locales y generar nuevas oportunidades de desarrollo económico.